Jubileo de Autoridades y Funcionarios Públicos.
Coherencia entre Fe y Testimonio
en la Actividad Pública
Me alegra recibirles -decía el Santo Padre- en la audiencia
especial concedida por el Jubileo de los gobernantes, parlamentarios y
políticos.
Este encuentro me ofrece la oportunidad de reflexionar con
ustedes sobre la naturaleza y la responsabilidad que conlleva la misión a la
que Dios, en su amorosa providencia, les ha llamado. En efecto, ésta puede considerarse
ciertamente como una verdadera vocación a la acción política.
Es necesario, preguntarse por la naturaleza, las exigencias y
los objetivos de la política, para vivirla como cristianos y como hombres
conscientes de su nobleza y, al mismo tiempo, de las dificultades y riesgos que
comporta.
La política es el uso del poder legítimo para la consecución
del bien común de la sociedad. Bien común que, como afirma el Concilio Vaticano
II, "abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las
que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente
su perfección propia" (Gaudium et spes, 74). La actividad política, por
tanto, debe realizarse con espíritu de servicio. Muy oportunamente, mi
predecesor Pablo VI, ha afirmado que "La política es un aspecto [...] que
exige vivir el compromiso cristiano al servicio de los demás" (Octogesima
adveniens, 46).
La actividad política, por tanto, debe realizarse con
espíritu de servicio. Muy oportunamente, mi predecesor Pablo VI, ha afirmado
que "La política es un aspecto [...] que exige vivir el compromiso
cristiano al servicio de los demás" (Octogesima adveniens, 46).
Por tanto, concluye el Santo Padre, el cristiano que actúa en
política —y quiere hacerlo "como cristiano"— ha de trabajar
desinteresadamente, no buscando la propia utilidad, ni la de su propio grupo o
partido, sino el bien de todos y de cada uno y, por lo tanto, y en primer
lugar, el de los más desfavorecidos de la sociedad.
Institucionalidad y bien común
Así se titulaba el comunicado de la Conferencia Episcopal del
pasado 22 de setiembre: Como hemos repetido en diversas ocasiones, la raíz de
los problemas políticos y sociales que afrontamos, está en la crisis ética y
moral, la cual no se limita a personal individuales o instituciones
determinadas, sino que toca y afecta a todo el cuerpo social. Esta crisis nos
insta a todos a un sincero examen de conciencia personal y colectivo,
recordando las palabras de Jesús: "Quien esté sin pecado que tire la
primera piedra" (Jn 8, 7).
Todas las Instituciones Jurídicas y Políticas deben poner a
la persona y al bien común como centro de sus preocupaciones, ejerciendo
rectamente la autoridad, que se fundamenta en la fuerza moral, empleando medios
éticos y legalmente lícitos.
A todos aquellos que tienen responsabilidades públicas y
políticas, y a todas las personas con profundo sentido de dignidad personal y
patriótica, a asumir el compromiso de recuperar los valores morales y éticos,
cívicos, humanos y cristianos, que nos lleven al desarrollo integral dentro de
una convivencia pacífica, sin revanchismos ni venganzas.
Todos somos responsables de la crisis
Con este titular resumía mis reflexiones la Revista SÍ en la
entrevista que me hiciera el pasado 30 de octubre. A la pregunta del periodista
¿Qué pasa en el país? Esta fue mi respuesta: "Pienso que el Perú está
atravesando una profunda crisis ética y moral. La raíz está sobre todo ahí. Lo
demás aparece como consecuencia. Yo creo que es un momento bueno para pensar
qué es lo que cada uno está haciendo por el país, mucho más aquellos que tienen
responsabilidad pública, de gobierno, en la economía, etc. Las crisis siempre
son un momento bueno para la reflexión y corrección de caminos equivocados y de
búsqueda de nuevas formas, nuevos caminos. Esto es la reflexión fundamental.
Nosotros también hemos hablado como obispos de la necesidad
de una recuperación, incluso de una regeneración moral, claro que esto no se
hace de un día para otro. Los últimos acontecimientos que estamos viviendo han
puesto a los peruanos ante una situación muy grave en la que por momentos se
pierde totalmente el rumbo como país. Todo se ha juntado, el problema político
junto al económico. Cada vez se van más peruanos al exterior. Todos tenemos una
forma de responsabilidad, algunos más que otros. Entonces hay que pensar, hay
que reflexionar bien en tono positivo, en el país que queremos forjar".
Al planteamiento que me hiciera mi interlocutor de que la
mayoría de los políticos actuales se interesan más en sus proyectos personales
que en el bien de la sociedad, le manifesté lo siguiente: Es cierto, la
ambición de poder, o utilizar el poder en provecho propio, en beneficio
personal o de grupo, ha marcado bastante nuestra política en estos últimos
tiempos. No es sólo de ahora, es de muchísimo tiempo atrás. No es fácil cambiar
esta actitud, esta forma de pensar. Como hombre de Iglesia siento que no hemos
sabido formar a los laicos para que asuman sus responsabilidades políticas,
económicas y sociales. ES una de nuestras fallas. La fe debe ser traducida en
obras concretas. Pero hay gente incluso formada en los propios grupos de
Iglesia que cuando han llegado al poder político o han accedido a ciertas
formas o capacidad de gobierno, no se han comportado como buenos cristianos,
solidarios y coherentes con su gente.
En actitud autocrítica manifesté que: La Iglesia, que es en
este caso todos los pastores, tiene un pecado al menos de omisión, de no haber
creado esa conciencia. Esto tenemos que tomarlo en serio. Yo también me siento
responsable, yo no sólo culpo a los políticos o a la sociedad en general, sino
también responsabilizo a la Iglesia de no hacer creado esta conciencia política
y esta capacidad de hacer traducir en sus fieles su compromiso de fe si es
creyente, su amor al Señor.
Y terminaría con esta idea, estamos en el año del jubileo,
jubileo es la gran celebración del misterio central de la fe cristiana, el hijo
de Dios hecho hombre, la encarnación de Jesús. El misterio de la celebración de
este Cristo al que nosotros creemos como único salvador y redentor. Se ha
hablado del jubileo de los niños, de los jóvenes, de las familias, hasta de los
obispos, hemos estado recientemente los obispo con el Papa, pero por ejemplo
nos falta el jubileo de las autoridades y funcionarios públicos, y digamos ese
mundo de la vida política y económica, etc.
Este es el sentido de mi convocatoria a ustedes para celebrar
el jubileo del Año Santo desde su peculiar vocación y misión en la sociedad. Si
ustedes sienten la voz de Dios y el llamado de la Iglesia como creyentes o como
hombres de buena voluntad, piensen qué están haciendo para que esta sociedad,
esta humanidad que Cristo vino a redimir y salvar camine como una familia de
hijos de Dios, una reflexión que les lleve a aplicaciones concretas y a un
cambio de actitud en su comportamiento personal e institucional.
Educar para la legalidad y la moralidad
En el espíritu del jubileo, cuya entraña tiene que calar en
nuestras vidas y compromisos personales y eclesiales, quiero alcanzarles unas
reflexiones inspiradas en un documento de la Comisión de Justicia y Paz de la
Conferencia Episcopal Italiana del año 1991, que me parecen plenamente actuales
al gravísimo momento que vivimos en el Perú y del que todos somos responsables.
La centralidad de la cuestión moral
En estos tiempos, con frecuencia se plantea la «cuestión
moral» en los ámbitos más cruciales de la vida social (como el derecho, la
economía, la política, etc.), y esto manifiesta un despertar simultáneo e
impetuoso de las conciencias. Todos invocan el rechazo a la deshonestidad, un
retorno a la cultura de las normas, el primado de la ley y el restablecimiento
del orden moral.
En efecto, se abre camino una necesidad de justicia que, en
primera instancia, nace del desagrado que produce la deshonestidad
experimentada en el pasado, largamente soportada, tolerada e inclusive
compartida, cuyas dimensiones, de improviso se nos revelan enormes y nos
desaniman. Se ha vuelto más severa la denuncia de las formas más perversas de
ilegalidad por parte de la opinión pública, que incluso quiere organizarse y
llevar a cabo iniciativas concretas para restaurar y construir una convivencia
más justa. Contra la criminalidad mafiosa se verifica la rebelión de la gente,
abiertamente organizada para hacerle frente y combatirla. Con respecto a la
corrupción política, está en marcha una rebelión arrasadora, que acompaña las investigaciones
judiciales, reclamando intervenciones ejemplares. En el campo económico la
dureza de los sacrificios lleva a despreciar el pasado inmoral de derroche y de
falta de previsión y a invocar un mayor rigor y justicia en el destino y la
utilización de los recursos. Existe una creciente expectativa de un nuevo
curso, decisivo, de la vida pública y del comportamiento social.
Tenemos que acoger con extremo cuidado esta nueva atención a
los valores fundamentales de la moralidad y de la legalidad en la vida social
del país y la difundida exigencia de su realización. Sin embargo, no podemos
dejar de cuestionarnos si este imprevisto despertar sea un índice suficiente de
una efectiva y generalizada recuperación de estos valores. Esto lo decimos, no
para restar importancia a esta apremiante exigencia de justicia y moralidad,
sino, por el contrario, para fortalecerla; para evitar que se agote en un
arranque momentáneo, para permitir que produzca realmente como efecto, la
renovación de todos los sectores de la vida comunitaria y construya un tejido
social equitativo.
Seguramente, la tensión ética fortalece las esperanzas de un
rescate posible, abre un horizonte positivo de desagrado y de compromiso,
modera la sensación de disgusto y de derrumbe político-social que nos rodea.
Sin embargo, para que se honrado el presente en la difícil transición hacia lo
nuevo es necesario algo más: junto con un auténtico deseo de justicia concreta,
urge también una obstinada fidelidad a sus fundamentos éticos que definen objetivamente
los fines y los medios (Cf. Gaudium et Spes, 75).
Y dado que la actuación de la justicia no se agota en la
proclamación de un teorema abstracto, sino que requiere recorrer activamente un
camino, es necesario señalar algunos riesgos que pueden frenar o hacer menos
fecundo el compromiso colectivo para instaurar la legalidad y construir la
nueva ética social.
El auténtico amor por la justicia
Un primer riesgo es el de confundir la justa exigencia de
reprimir y castigar los comportamientos gravemente ilícitos del pasado con el
desahogo de sentimientos de rencor personal, de desprecio y de venganza, en un
clima hostil y de sospecha generalizada.
En este clima, existen el peligro y la tentación de escrutar
prevalentemente la conciencia de los demás, sin examinar también la propia y
sin preguntarse si se está exento de corresponsabilidad; de juzgar y condenar,
a veces de manera apresurada, a quien simplemente es un sospechoso; de utilizar
cualquier medio con tal de alcanzar un propósito establecido de hacer aflorar
las culpas calladas, olvidando buscar justicia con medios que no ofenda, en lo
más mínimo, a la justicia. Dado que la justicia para ser tal, debe ser
inseparablemente justicia de los fines y justicia de los métodos.
Además, hay que afirmar que, para una plena recuperación de
la legalidad, la vía judicial no es suficiente ya que tiene límites objetivos:
de hecho, la competencia de los jueces se refiere únicamente a perseguir los
delitos cometidos, siguiendo las vías rigurosas de la legalidad y a
individualizar a los culpables verificando la verdad según las normas del
proceso y de la civilización jurídica, de manera serena y consciente, sin
indulgencias y sin crueldades, en el respeto constante de la dignidad personal
de cada hombre.
La reconstrucción de un hábito de vida orientado por el
respeto de las leyes, implica una acción colectiva más amplia, tendiente no
sólo a reprimir los comportamientos desviados, sino también a promover la
práctica de la honestidad, a identificar y dictar normas de convivencia más
justas, a interiorizarlas en la conciencia de los hombres como modelos
compartidos y observados, no por temor al castigo, sino por su valor
intrínseco.
La auténtica necesidad de justicia sabe que su meta no
consiste en cortar muchas cabezas, sino en cambiar muchos corazones (Cf.
Sollicitudo rei socialis, 35 b y c).
Un segundo riesgo es la pérdida de la perseverancia en el
propósito común de ir a fondo en la construcción de la legalidad, lo que
requiere una reflexión radical sobre las causas de la ilegalidad practicada,
sobre los remedios y sobre los antídotos.
El amor por la justicia debe generar una común voluntad --no
veleidosa y superficial sino decidida y concreta—de reconstruir un nuevo tejido
comunitario en el que hayan desaparecido todos los egoísmos de los individuos y
de los grupos; la mala costumbre de la estafa y la rapiña debe ser sustituida
por la ética del servicio, la solicitud de nuevos derechos debe ir acompañada
por la asunción de los deberes correspondientes. Un nuevo tejido comunitario en
el cual exista el espacio para el respeto de la dignidad humana de todos donde,
gracias a una solidaridad humana efectiva, se satisfagan las exigencias
fundamentales de los más débiles.
Un tercer riesgo es el de considerar que la legalidad se
alcanzará cuando se persiga a todos los que han violado la ley y haya un
cumplimiento mayor de las leyes por parte de todos. Sin duda, esto es
indispensable pero, la degradación social que nos hace sufrir tanto, no está
ligada únicamente a la corrupción o a la violación de la leyes, sino también a
la escasa consideración y actuación de los derechos fundamentales de las
personas: el derecho a la vida, al honor, a la información, a la real
participación, al trabajo, a la vivienda, el derecho a la cultura, a tener
acceso a los instrumentos apropiados para un completo desarrollo humano.
Un cuarto riesgo consiste en la reducción del concepto
justicia al de legalidad formal.
Observar las leyes es el primer paso, elemental e
indispensable, para la convivencia civil; observar el código penal es el
requisito mínimo. La justicia como virtud, la justicia de la vida es otra cosa.
Frente a la conciencia ética la palabra «corrupción» se asemeja a muchas más
vicisitudes que a las tipificadas a la ley penal, que requiere para ese reato
el ejercicio de una función pública; existen ámbitos de la actividad privada en
los cuales la conducta debida es tan importante en el plano social como en el
de la actividad pública (prensa, sindicato, libres profesionales, mundo
económico, asociaciones, grupos de opinión). Corrupción de la vida es también
el no ser fiel al propio deber.
La auténtica justicia coincide con la moralidad. La derrota
de la ilegalidad es el paso inicial para la regeneración de la sociedad civil
que, sin embargo, no será justa hasta que no sea honrada hasta el fondo.
De esta manera, enrolarse contra la inmoralidad y la
corrupción se vuelve una opción definitiva, que no se acaba con las marchas de
protesta sino que implica también, eliminar del propio comportamiento todo
tiempo de favoritismo. De igual manera, limpiar la política del fango de la
corrupción no coincide con el castigar a los culpables, sino con el dejar de
dar culto al poder y al dinero deshonesto, con el desarmar las ocasiones y el promover
una cultura que conjugue la política con la ética. Así, la economía no se puede
sanear si una vez que se repudia lo injusto y se abandona el derroche, cada uno
sigue buscando para sí los más grandes privilegios.
El último riesgo es la tentación de definir la condición de
nuestra sociedad como desesperada e irremediable. Para esto es necesario
desafiar continuamente el pesimismo destructor de muchos. Esto puede traducirse
en una deserción del compromiso político por parte de muchos, como signo de protesta
o como fruto del desánimo, y en el rechazo, tanto de los valores ideales
permanentes como de la práctica de quien los ha traicionado. Si se produce esta
deserción, se perfila una tácita reconquista del campo par parte de todos los
egoísmos y la «nueva» política se vislumbra como indiferente a la ética.
Para superar todos estos riesgos, es necesario que cada uno
se comprometa en la acción de purificación interior del mal y en la
reconstrucción de una sociedad más justa y solidaria, tal como nos recuerda
Juan Pablo II en la Encíclica Sollicitudo rei sociales: «todos somos
responsables de todos» (n. 38).
La tensión hacia la justicia del Evangelio, orientación
última y trascendente de toda aspiración terrenal es como una sed ardiente del
corazón; pero al Palabra del Señor nos asegura que desemboca en la alegría:
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque será saciados»
(Mt 5, 6).
Es necesaria la búsqueda continua de una justicia cada vez
más plena, «superior a la de los escribas y fariseos» (Mt 5, 20): es la
justicia que Jesús vino a realizar desde el momento que bajó al Jordán, en
medio de la multitud de penitentes, (cf. Mt. 3, 15) para abrir el camino a
quienes desean subir a lo alto.
"Los tiempos que Dios nos ha concedido vivir --según
Juan Pablo II en su mensaje a los Políticos y Autoridades—son en buena parte
oscuros y difíciles, puestos que son momentos en que se pone en juego el futuro
mismo de la humanidad en el milenio que se abre ante nosotros. En muchos
hombres de nuestro tiempo domina el miedo y la incertidumbre: ¿hacia dónde?,
¿cuál será el destino de la humanidad en el próximo siglo?, ¿a dónde nos
llevarán los extraordinarios experimentos científicos realizados en los últimos
años, sobretodo en el campo biológico y genético?. En efecto, somos conscientes
de estar solo al comienzo de un camino que no se sabe donde desembocará y si
será provechoso o dañino para los hombres del siglo XXI".
Sin embargo, Juan Pablo II escrutaba los signos de los
tiempos que nos toca vivir desde la perspectiva del Evangelio de Jesucristo:
"Nosotros, los cristianos de este tiempo formidable y maravilloso al mismo
tiempo, aún participando en los miedos, las incertidumbres y las interrogantes
de los hombres de hoy, no somos pesimistas sobre el futuro, puesto que tenemos
la certeza de que Jesucristo es el Dios de la historia, y porque tenemos en el
Evangelio la luz que ilumina nuestro camino, incluso en los momentos difíciles
y oscuros".
A los peregrinos del jubileo romano, gobernantes y políticos,
los animaba así el Santo Padre: "El encuentro con Cristo transformó un día
sus vidas y ustedes han querido renovar hoy su esplendor con esta peregrinación
a los lugares que guardan la memoria de los Apóstoles Pedro y Pablo. En la
medida en que perseveren en esta estrecha unión con Él mediante la oración
personal y la participación convencida en la vida de la Iglesia, Él, el
Viviente, seguirá derramando sobre ustedes el Espíritu Santo, el Espíritu de la
verdad y el amor, la fuerza y la luz que todos nosotros necesitamos".
Por mi parte, les exhorto a todos ustedes que no han
peregrinado a Roma sino a esta Iglesia Matriz, nuestra Catedral del Callao, que
renueven su adhesión a Jesucristo, Salvador del mundo, con un acto de fe
sincero y convencida y hagan del Evangelio de Jesús la guía de su pensamiento y
de su vida. Así serán en la sociedad actual tan golpeada en todos sus ámbitos y
especialmente en sus valores morales y éticos, fermento de vida nueva que
necesita nuestra sociedad para construir un futuro más justo y solidario, un
futuro abierto a la civilización del amor.
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