Mons. Miguel Irizar Campos, C.P.
Catedral del Callao
28 de Marzo de 2001
CATEQUESIS DE CUARESMA
Hermanos presbíteros, hermanos diáconos, queridos fieles,
laicos, religiosas, queridos catequistas y queridas familias.
He sido invitado a compartir con ustedes este miércoles de la
cuarta semana de Cuaresma, itinerario cuya meta es el Cristo muerto y
resucitado.
En la oración inicial de esta misa, esa oración que llamamos
colecta, que recoge la oración de los fieles de la asamblea y que el sacerdote
o el Obispo presenta ante el Señor, hemos pedido así: "Señor, Padre,
concede el premio y sus méritos a los que son justos, y concede el perdón a los
pecadores que hacen penitencia de sus pecados. Y a todos danos la paz y el
perdón a través de la confesión humilde de nuestros pecados."
Toda la oración tiene un contenido penitencial, un contenido
de reconocimiento de que somos pecadores, que estamos necesitados de la
misericordia del Padre y que de esa manera podemos entrar en el camino de
Jesús, el cual siendo inocente y justo cargó con nuestros pecados.
El pasado domingo Jesús nos ha presentado la parábola del
hijo pródigo que es también la parábola del padre bueno, del padre
misericordioso que tenía un corazón inmenso para esperar al hijo que se fue de
casa. El profeta Isaías, a quien la Iglesia escucha en este tiempo de Cuaresma,
nos dice que el Señor ha respondido a su pueblo y le ha auxiliado en un tiempo
de gracia. El pueblo de Israel tenía tiempos o períodos especialmente dedicados
a la escucha de la Palabra, a la memoria religiosa de su pueblo y también al
arrepentimiento, a la conversión del corazón. Y por eso los profetas hablaban
de cambiar los corazones y hacer que nuestro corazón no sea de piedra sino de
carne.
La Cuaresma renueva en nosotros esos períodos o tiempos
fuertes en los cuales la Iglesia, como madre, nos invita a los hijos a revisar
nuestra conducta personal y comunitaria, a examinar la fidelidad o la
infidelidad en el cumplimiento de la ley del Señor, sobre todo, de la ley del
amor. Isaías también en esa primera lectura nos ha gritado suavemente:
"Venid a la luz, los que estáis en tinieblas". Cada uno sabe cuán
luminosa es su vida o cuán oscura está. Y hoy también, hermanos, todos estamos
invitados a la luz. Nadie quiere ser ni tenebroso ni oscuro, ni mentiroso ni
falso, ni corrupto. Todos queremos ser limpios. Pero no es tanto cómo nos miren
o cómo nos juzguen los demás, sino cómo somos interiormente ante Dios. Por eso,
desde el Pastor que les habla, todos decimos: "Señor, saca de mi corazón
aquello que hay de oscuridad, de egoísmo o de pecado y devuélveme la alegría de
la salvación, ilumíname desde dentro, convierte mi corazón". Y para este
diálogo de amor, diálogo de retorno del hijo a la casa del Padre, Isaías nos ha
recordado ese texto tan querido para el pueblo de Israel y para los profetas:
el diálogo del Dios fiel a la alianza con su pueblo. ¿Acaso puede una madre
olvidarse del hijo de sus entrañas? Alguna vez también. Pero el Señor dice
"si una madre se olvidara de su hijo, yo no te olvidaré nunca". Y Dios
ha cumplido su palabra. Nunca abandonó al pueblo de Israel al pueblo de la
promesa, a pesar de las infidelidades, de las idolatrías, de haberlo dejado en
el desierto y haberse ido tras otros dioses mentirosos.
Dios ha probado su fidelidad y su alianza cuando nos ha
enviado a su Hijo, que ha entregado su vida por nosotros para que seamos
reconciliados con el Padre y entre nosotros. Y en el salmo hemos cantado que
"el Señor es clemente y misericordioso". ¡Qué daño hacen a la Iglesia
los que presentan a Dios como un Dios sentenciero, quizá autoritario,
castigador, condenador! Cuando Dios ya en la antigua alianza, pero sobre todo
el Dios de Jesucristo, es un Dios que es más que padre y madre y es siempre
clemente y misericordioso, nunca se le acaba la paciencia. Y San Pablo aplicará
esto a Jesucristo y dirá que si nosotros somos fieles, él permanece fiel;
aunque dejemos de ser fieles y seamos pecadores, él todavía permanece fiel.
Volvemos a la imagen del hijo pródigo cuando el hijo retorna
a los brazos de su padre y éste no le recrimina nada. No le dice ‘eres una
calamidad’ sino ‘eres mi hijo’. "Te habías perdido y te hemos encontrado,
estabas muerto y has vuelto a la vida, has vuelto al amor, a la casa de tu
padre, y vamos ha hacer una fiesta". Este encuentro se realiza a través de
un gran sacramento instituido por Cristo, el sacramento de la penitencia y la
reconciliación. Cada uno tiene su camino para llegar al sacramento del perdón,
donde a través de la Iglesia y del sacerdote somos reconciliados y admitidos
otra vez a la plena comunión. Eso sí, con la exhortación: "Hermano, no
peques más, vete en paz."
El Evangelio de hoy reúne algunos pasajes del mensaje de
Jesús. Hay un pensamiento que me parece muy importante: "Mi Padre sigue
actuando". Si lo queremos más sencillo: "Mi Padre sigue
trabajando". Dios no está ausente del mundo, tampoco está ausente del
Perú. "Y también –dice Jesús- yo que soy su Hijo, estoy actuando, sigo
trabajando". Eso lo decía Jesús en su vida personal, que tuvo un tiempo y
un espacio determinado y corto. Pero hoy el Padre sigue realizando su obra en
el mundo a través de su Hijo Jesucristo y a través de la Iglesia. "El que
escucha mi Palabra y cree al que me envió, ése posee la vida eterna. No busco
mi voluntad -dice Jesús- sino la voluntad del Padre que me envió".
Nosotros somos ahora los hijos de Dios. "Somos hijos –dirá San Pablo- en
el Hijo, en Jesús, que es el verdadero Hijo de Dios" (Nosotros lo somos
por adopción) Si realmente creemos eso, Dios sigue amándonos a pesar de nuestras
debilidades y pecados, y quiere que nuestro corazón vuelva otra vez a ser el
corazón limpio y puro que él ha puesto en nuestra vida.
Quiero, como segunda reflexión o catequesis, referirme otra
vez al espíritu del camino cuaresmal. En la liturgia cuaresmal, que tiene
textos muy propios, muy catequéticos, están los llamados prefacios de la Misa.
Cuando entramos en la Misa, en la plegaria eucarística, es en el prefacio donde
el sacerdote nos invita a levantar el corazón a Dios. Y el prefacio primero de
Cuaresma tiene un mensaje que yo ahora quiero actualizar para ustedes. Dice que
"por él, por Jesucristo, tú concedes a tus hijos, Señor, anhelar año tras
año la solemnidad de la Pascua, pero después de habernos purificado." Por
Cristo, el Señor nos concede en cada Cuaresma anhelar, desear la celebración de
la Pascua. Yo les pregunto ¿Cuántos de ustedes están con ganas de celebrar la
Pascua? ¿Y cuántos cristianos y católicos en el Perú habrán oído hablar
siquiera de la Pascua? ¿Y cuántas predicaciones y catequesis habrán hablado de
buscar de caminar, de anhelar la Pascua de Jesús?
"Nos concedes por tu Hijo anhelar esa Pascua". Como
Jesús en la última cena: "cuánto he deseado celebrar esta Pascua con
ustedes". Y su Pascua la expresará en el gran sacramento de la Eucaristía,
cuando diga "esto es mi cuerpo entregado por vosotros y esta es mi sangre
derramada por ustedes". Por eso hermanos, este prefacio de cuaresma nos
invita a caminar con ganas, con ilusión hacia la nueva Pascua. Pero eso sí, con
el gozo de habernos purificado primero. La purificación es también regalo, don
y gracia del que murió por nuestros pecados en la Cruz. Y ese gozo se expresa
en el sacramento del perdón y la reconciliación. Uno no puede celebrar la
Pascua, la muerte de Jesús y la resurrección, si él mismo está muerto por el
pecado y la gracia de Dios no ilumina su corazón y su conciencia.
Para que podamos celebrar esta Pascua la Iglesia nos dice que
es en la Cuaresma donde debemos dedicarnos más que nunca a la alabanza divina,
al culto a Dios, a la escucha de la Palabra, a una liturgia más viva y
participativa. Igualmente tenemos que dedicarnos al amor fraterno, a la alabanza
a Dios nuestro Padre y a la alabanza a Cristo nuestro Redentor. Como expresión
de esa alegría del encuentro con el Padre debemos celebrar la fiesta de la
caridad, el amor, el perdón y la reconciliación fraterna.
¡Cuánta necesidad tenemos los peruanos, más allá de las
propuestas o campañas políticas, de dedicarnos a la alabanza y a la oración y,
sobre todo, al amor fraterno que significa el perdón, la reconciliación, el
abrir las puertas de la casa, el reconciliarse los esposos, los padres y los
hijos, y todos los miembros de la sociedad!
Pero esta dedicación a Dios en la oración, en la alabanza, en
la liturgia, en los actos de piedad es porque vamos a celebrar los misterios
que nos dieron la nueva vida en Cristo, para que podamos llegar a ser en
plenitud hijos de Dios. Jesús nos ha hablado en el Evangelio de esa relación
tan entrañable con Dios, su Padre. Ese lenguaje no lo entendían los judíos. No
estaban acostumbrados a que un hombre llamara a Dios su padre, su papá. Les
parecía casi escandaloso que Jesús se considere el Hijo de Dios. Y cuando sea
condenado dirán: "porque se te ha hecho Hijo de Dios". Jesús habla de
esa relación filial con su Padre, que lo expresa en muchas formas en su vida y
que terminará con la palabra del abandono y de la confianza en la Cruz:
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" o "Padre, pasa de
mí este cáliz."
Hemos dicho que queremos celebrar la Pascua, desearla
entrañablemente. Este es el acento más positivo de la Cuaresma. La Cuaresma no
es un paréntesis en el que nos vestimos de morado, en el que hacemos más
penitencia, alguna limosna, algún ayuno. Todo eso lo hacemos en función de
purificarnos para celebrar la alegría de la Pascua del Señor. El deseo
fundamental es ése: celebrar la Pascua. Pero la Pascua de Jesús que vamos a
celebrar no es sólo la Pascua histórica. No vamos a prepararnos a celebrar un
pasado, vamos a celebrar un presente y un futuro. Estamos caminando hacia la
Pascua, nuestra Pascua. Hay que actualizar, hay que interiorizar, hay que
celebrar esta Pascua del Señor.
Es un Cristo renovado, encarnado, muerto y resucitado en mi
propio corazón y en vuestro corazón. Pero para esto, hermanos, si queremos
identificarnos con los sentimientos del corazón de Jesús, con la vida y el
misterio de Jesús, con su muerte y su resurrección, tenemos que arrancar
primero de nuestro corazón todo aquello que impide este encuentro. Este es el
aspecto negativo de la Cuaresma, negativo en el sentido de que debemos quitar
lo que estorba, lo que impide el encuentro y la comunión. Hay que purificarnos,
librarnos del pecado. Porque no podemos celebrar la Pascua de Jesús, que es un
paso de la muerte a la vida, que es un morir por nosotros, estando encerrados
en nuestro egoísmo y en nuestros pecados.
Este es el primer compromiso de renuncia al pecado, de
conversión del corazón, de reconciliación fraterna, de reconciliación familiar
o de reconciliación social. Pero la Cuaresma y el camino de Cuaresma hacia la
Pascua tiene también un dinamismo o un proceso positivo: dedicarnos a la alabanza
a Dios, al amor, a la caridad, a la práctica de la justicia, de la verdad y de
la sinceridad.
Es el misterio de Cristo que se entrega a la obediencia hasta
la muerte y que, en esa entrega, su Padre lo acoge y lo convierte en el
misterio de nuestra redención y salvación.
Pero también en ese prefacio y en esta catequesis decimos al
Señor: por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos
a ser con plenitud hijos de Dios. Ésta es la gran dignidad de Jesús, ser Él el
Hijo de Dios. "Dios es mi Padre, mi Padre es vuestro Padre, ustedes son
hermanos, ustedes son hijos de mi Padre". Y es aquí donde la catequesis
cuaresmal se convierte en catequesis bautismal. La Cuaresma y la Semana Santa
van a concluir en la gran fiesta de la luz, del cirio pascual, de la fuente
bautismal, de la renovación de las promesas bautismales y cantaremos el Aleluya
del Señor resucitado. Nuestro bautismo fue nuestra primera Pascua y la nueva
Pascua del 2001 será esta Vigilia Pascual.
Tenemos que celebrar estos grandes sacramentos que fueron el
comienzo de nuestra fe. El bautismo primero, porque ahí hemos nacido como hijos
de Dios, ahí hemos ingresado a la Iglesia, comunidad de los creyentes. Y el
otro gran sacramento de iniciación que nos ha hecho profundizar esa fe y ese
compromiso bautismal es el sacramento de la confirmación, el sacramento del
Espíritu Santo.
Pero todo esto, hermanos, se complementa con el gran
sacramento de la Eucaristía. Para nosotros el sacramento nuevo es el sacramento
del cuerpo y la sangre del Señor, memorial de su muerte y proclamamos su
Resurrección.
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